Una nueva manera de consumir (todo se reduce a la caja)

(Este es el post que había quedado relegado, perdido entre mis archivos de word. Es de mayo de 2014. Solo me queda decir: Gracias Francis!)

Puedo enumerar las compras que no hice desde que empezó el año: una buclera, una camisa a rayas, una budinera de silicona y un par de zapatillas. Con un sueldo magro y una mayor consciencia del poder erosivo de la inflación, me di cuenta de que era mayor la satisfacción de no sumar gastos extras a la tarjeta de crédito que el deseo de llevarme las bolsas del shopping.

Justamente, la palabra clave es “deseo”, por ahí empecé la batalla. Sin deseo no hay frustración. Había que atacar ese punto débil, porque una vez que el deseo existe es mucho más difícil escapar.

Las típicas preguntas no sirvieron de mucho. La clásica se respondió sola: “¿Lo necesito? ¡Sí, obvio!”.

Con la buclera iba a hacerme unos peinados increíbles, no iba a necesitar una peluquera nunca más. Camisa rayada como aquella no tenía, la quería para todos esos eventos más formales, que con furia son cuatro al año. El molde de silicona era fundamental, simplemente era más lindo para servir el budín. Y las zapatillas estaban baratas, o menos caras de lo que iban a estar el mes siguiente.

Si bien no compré nada, me voy a detener en el producto más peligroso, aunque era uno de los más baratos de la lista: la camisa a rayas. Es que más de una vez un producto te obliga a comprar accesorios. Algo así como tener la Barbie que navega, te falta el barco, la caña de pescar, la canasta del picnic, la sombrilla y la tolla para cuando baje a la playa…

Una vez compré un pantalón hippie, que era lindo y barato, pero me obsesioné con que solo podría usarlo con plataformas. Cuando encontré el calzado ideal, me salió más caro que el pantalón. También compré un saco carísimo de mangas anchas porque era el único que iba con una blusa que me había gustado y, por lo tanto, que me había comprado recientemente. En fin, la única vez que me puse las plataformas me caí, fue en casa, antes de salir a la calle, y si bien al saco le di uso, lo odio, es horrible, y la blusa es más espantosa todavía, parezco una vieja, la voy a guardar para cuando me jubile.

Volviendo a las compras que no hice este 2014, la guerra la gané en la caja del local de Puma cuando mi novio iba a regalarme unas zapatillas. Después de la típica discusión “ya no me comprás nada como al principio de la relación”, quiso cerrarme la boca.

Estábamos en la cola de la caja. La tarjeta de la señora que estaba adelante mío había estallado, o eso intuía porque le colgaban varias bolsas de marcas caras de los dos brazos. La tarjeta no pasaba y la mujer estaba indignadísima; obligó al empleado a llamar a Visa, Master, quién sabe. Yo seguía en la cola y empecé a rezongar, pero todavía no en voz alta.

El local rebalsaba de gente, me habían atendido mal y el precio de las zapatillas me empezó a carcomer, era un despropósito. No iba a putear, aunque tenía ganas. Le dije a mi novio (al que no le gustan los escándalos) que no pensaba llevármelas. “¿No querías las zapatillas? Que conste que yo te las iba a comprar”, dijo triunfante.

A esa altura mi deseo de comprar se había transformado en el deseo de devolver. Le dije al empleado, que todavía estaba tratando de solucionar el problema de la señora de las mil bolsas: “Mirá, mejor quedátelas, ya no las quiero”.

A partir de ahí se me hizo costumbre la estrategia. Cuando en un momento de debilidad fui a buscar la camisa, le pregunté a la cajera si había cuotas, ella me dijo que sí, “una”. Le contesté con una sonrisa (hermosa): “Esa no son cuotas, eso en un pago”. Le dije que lo iba a pensar y me fui. Con el molde lo mismo, lo saqué a pasear en el changuito por el local y lo dejé donde lo había encontrado. ¿La buclera? Resulta que mi cuñada tenía una, que de paso no usaba nunca; me la prestó mi suegra. Detalle, la tengo en el baño desde hace dos meses, no la usé ni para probar si hace un solo rulo.

(Aclaración nefasta: es casi julio de 2015 y la buclera sigue en su caja y mi cuñada ni se enteró de que la tengo)

Un cuento a lo Disney (parte II)

Luigi

Cuando me contaron esta historia pensé en escribirla, pero inmediatamente después cambié de opinión (hasta recién). Lo fantástico del cuento era que había pasado de verdad, en contra tenía que, aunque conocía a uno de los protagonistas, era casi imposible de creer.

Es sobre la vida de un sobreviviente, un hámster que conquistó a una perra con instinto materno y que pudo disfrutar de la libertad pese a que era una mascota de departamento. Hasta ahí puede ser un cuento clásico, hasta tierno, pero carga con el peso del drama, por lo que, como dije en el post anterior, es ideal para ser llevado a la pantalla grande por Walt Disney.

Luigi llegó a la casa de Estelita (vamos a cuidar la identidad de mi amiga) en una jaula, como toda rata considerada linda y amigable. Enseguida captó la atención de Pola, un ovejero alemán que acababa de ser madre con la mala suerte de que sus cachorros habían nacido muertos (punto a favor de Walt).

Pola lo adoptó como suyo, Luigi era tan chiquito como los cachorros que había parido. No se conformaba con verlo en la jaula y se las ingenió para dejarlo escapar. Lo volvían a encerrar y Pola iba una y otra vez a  liberarlo. Poco después las mascotas de Estelita, que recién entraba en el colegio secundario, se desplazaban por todo el departamento, con total naturalidad, como madre e hijo. Dormían juntos, jugaban, se hacían compañía. Eran una linda familia.

Pero la vida no es color de rosa, no no no, de ninguna manera. Luigi era el cachorro de Pola, pero no dejaba de ser un hámster, estaba acostumbrado a meterse en cada recoveco del departamento, nada para preocuparse, siempre volvía a los brazos de Pola.

Un día la señora que trabajaba en la casa de Estelita puso un pollo a cocinar en el horno. Minutos después salió corriendo de la cocina, asustada. “El pollo se está moviendo! Hace ruidos!”, gritó. Estelita reaccionó a tiempo: “¿Qué pollo? ¡Es Luigi!”. (2 puntos para Walt). Fueron las dos hasta la cocina, desesperadas. Y sí, abrieron el horno y estaba Luigi, muy achicharrado, pero parecía que todavía estaba vivo (acá sumamos tantos puntos que Walt no puede más de alegría).

Estelita corrió a la veterinaria de la esquina con el hámster envuelto en una toalla, como si estuviera mojado, en realidad había padecido el efecto contrario. El veterinario lo atendió de urgencia, incluso tuvo que hacerle electroshock porque su corazón empezaba a fallar. Usó dos cables para darle descargas y después de mucho luchar, lo estabilizó. (Walt emocionado hasta las lágrimas ya me está pagando los derechos de autor. NOS está pagando, la escucho decir a Estelita).

Sin embargo, como el dramatismo no tiene límites, ni en Disney ni en la vida real, finalmente Luigi murió. No fueron ni el calor del horno, ni las descargas eléctricas ni mala praxis del veterinario. Al igual que todo ser humano que pasa por un momento difícil, Luigi murió de estrés. Al menos eso le dijo el veterinario a Estelita: «Estrés».

Por eso el mensaje es, chicos amantes de Disney, no les den libertad a sus mascotas porque se pueden quemar en el horno, mejor déjenlas encerradas que va a estar todo bien. Ah, y nada de querer reemplazar a los seres queridos, ¿para qué encariñarse tanto con un bicho que encima es de otra raza? Sino pregúntenle a Pola, que todavía anda buscando a Luigi por el departamento.

Un cuento a lo Disney (parte I)

Hace muy poco entendí lo que mi novio me decía sobre Disney. Hoy por milésima vez sentenció: nuestros hijos nunca van a ver películas de Disney.

No, no tenemos hijos, ni nombres definidos, ni planes de cómo mantenerlos o lugar donde cobijarlos, pero lo que es seguro es que no tendrán acceso a películas de Disney. Al menos no después de haber escuchado esta historia. (Salvo Mary Poppins que la amo, ja)

El fin de semana pasé la tarde en la quinta de una amiga. Su hija estaba correteando por el jardín, es una nena alegre e inteligente, la tiene muy clara. Cuando se alejó un poco, su mamá me contó que días atrás había ido con un grupo de amigas al cine, a ver Frozen. Cinco nenas que en marzo empiezan el primario.

Todo lo que sabía sobre la película era que tenía que ver con el hielo, obvio. Pero lo que me contó era bastante tenebroso: la protagonista mata a su hermana y además los padres mueren trágicamente.

Hoy, con la historia todavía en la cabeza pensé “bueno, quizás no es así”. Me negaba a creerlo, después de todo, en el trayecto se pierde un poco, la madre que llevó a las nenas al cine se lo contó a mi amiga y después ella a mí.

Me puse a leer las críticas, nada. Otra película de ensueño, fantasía, solo eso. Parece que no mata a su hermana pero la electrocuta y tienen una relación súper linda; de la muerte de los padres ni noticias. Hasta que recordé la reacción de la hija de mi amiga y no necesité leer más.

La película se había vuelto tan terrible para las chicas, que el único momento de distensión fue cuando la nena feliz que yo conozco se paró, levantó las manos en alto y ante un auditorio en silencio y a oscuras gritó con un tono melodramático: “¡La muerte es lo peor!”.

Todos se rieron en el cine. Yo me reí cuando lo escuché.

Esto me hizo acordar a Dumbo. La había visto también a los 6 años. La escena en la que la madre del elefante orejón está presa y atraviesa la trompa por las rejas para acariciarlo y hamacarlo me hizo llorar mucho. ¿Era necesario? Evidentemente sigue siendo necesario.

http://www.youtube.com/watch?v=uoFfBJ8wGK8

(En la segunda parte, una historia que podría ser el guión para una nueva “peli” de Disney)

Dirty dancing

Después de discutir con el diskjockey de turno, Francisca consiguió que pusiera el último tema de moda, Time of my life. Era indispensable, solo así podría bailar su versión de la película que no le habían dejado ver. Como le había pasado con Fama y Flashdance, la protección al menor le había impedido entrar al cine. Igual no le importaba, para cuando tuviera 18 seguramente ya sería actriz, cantante, modelo, bailarina o algo, algo que la hiciera famosa. Mientras tanto, se conformaba con que la miraran, para eso se había vestido así, tan linda. Sólo tenía que encontrar un buen público y brillar, qué mejor para dejar una buena imagen, antes de separarse de sus compañeros de séptimo, que bailar en el asalto de su mejor amiga.

En cambio, la anfitriona gozaba de menos entusiasmo. La pubertad le estaba enseñando que las notas altas no impedían la aparición del acné y que los corpiños con relleno eran una mala idea en días de lluvia. Los dueños de casa confundían la melancolía adolescente con la depresión y accedieron a que Marianita consiguiera organizar una reunión que, con sólo dos horas de anticipación, había logrado convocar a unos 20 preadolescentes desbordantes de energía. Era viernes y el cansancio de una semana de trabajo se percibía en las ojeras de la madre y la llegada del verano se notaba en la frente del padre. Pero ambos querían compensar la belleza que no le habían dado genéticamente con la posibilidad de fomentar su personalidad entre su grupo de amigos.

La casa era inmensa, primer piso, terraza, galería, sótano y jardín, aunque a simple vista estaba vacía. Sólo Francisca, el diskjockey y un montón de papas fritas húmedas se habían quedado en la sala de estar que lindaba con la galería. Sin público al cual sorprender, la coreografía minuciosamente preparada no tenía sentido. Indignada por lo que había tardado en conseguir la música fue a buscar a sus compañeros. Los encontró en el fondo del jardín, donde apenas si la luz de los faroles lo dejaba verse las caras. Estaban a punto de empezar a jugar a la mancha, aunque adaptada a los nuevos intereses a los que las hormonas los invitaban. Era el turno de las chicas. Las chicas atrapaban a los chicos y, una vez bajo su poder, los llevaban a “prisión”. La escena era digna del reino animal, chicas corriendo prácticamente en celo en una única dirección: Facundo González Aráoz. Mientras tanto, había unos diez varones revoloteando alrededor esperando ser atrapados, sin ninguna suerte. Más que nunca la teoría darwiniana se imponía, y sea de un brazo, un mechón de pelo o el dedo meñique, todas las chicas, excepto una, se encargaban de llevar al mejor ejemplar del sexo masculino al rincón.

Francisca miraba indignada, no entendía cómo sus compañeras podían ser tan patéticas. Dio media vuelta y empezó a juntar las sillas desparramadas, mientras, reflejada sobre los cristales de la puerta, se miraba de reojo la chomba rosa que había elegido con mucha anticipación. Lista la tarea de acomodadora, se dio cuenta de que seguía sola.

Esta vez dejó de ser espectadora y encaró hacia el jardín, la mancha sexual ya había terminado, pero se encontró con una especie de asamblea. Mariana repetía una y otra vez una lista de nombres. A su lado, Facundo miraba al piso algo incómodo.

—Caro, Mechi, Cami, Ceci, Juli, Sabri y Panchi —dijo de memoria.

Al oír su nombre, Francisca , que odiaba que la llamaran Panchi, irrumpió en la ronda y preguntó a los gritos:

—¿¡Qué pasa conmigo!?

—Facu gusta de vos. Sos una de las siete de la lista —respondió con la mayor entereza que pudo la dueña de casa, que se había encargado de resolver el problema de la última semana: de quién estaba atrás el más lindo del grado.

Después de escuchar la respuesta, entre vergüenza y alegría trató de separar del grupo a Mariana para entender lo que había pasado. Estaba vez quería estar segura, ya le habían dicho una vez lo mismo, “Facu está atrás tuyo” y ni bien amagó a sonreír, se dio cuenta de que era una joda, había mirado hacia atrás para ver que ahí estaba, literalmente detrás suyo. Pero Mariana no tenía ganas de hablar, sentía que se había sacrificado por el bien de todas una vez más, como siempre pasaba con la tarea, y aunque su nombre no estaba en la lista, al menos el problema estaba casi resuelto. Ahora él solo tenía que elegir.

De a poco la fiesta volvió a la galería y a la sala de estar y Facundo, que pasó de la timidez a la soberbia de manera sospechosamente rápida, hizo su primer movimiento de líder indiscutido. Se acordaba muy bien de las lecciones de su hermano: “comé chicle para el aliento, no las pises y apretá lo más que puedas”. Además le había recomendado que pidiera “Love of my life de Queen, que aunque es medio viejita nunca falla”. Después le dijo algo como “para el forro igual te falta”, pero Facundo prefirió hacerse el que no había escuchado la puteada porque sabía que, más adelante, iba a tener que hacerle más preguntas.

Al menos en la teoría, el plan estaba listo. Sólo quedaba sacar a bailar a la primera, no importaba a cuál, él sabía que todas iban a decir que sí.

Francisca seguía pensando en las últimas novedades y se había olvidado de su plan mediático, después de todo ya se sentía en parte famosa. Sin embargo, desde que había llegado al asalto era la diversión de muchos. El jopo todavía estaba armado, el maquillaje, más bien la sombra y el brillo, no se le había corrido, pero había ido sin pantalones. Su prima mayor y preferida le había dicho que era sexy que se pusiera la chomba, que total le quedaba larga, que la podía usar como vestido, que con un cinturón llamativo estaba lista para matar. Y nada es más sagrado que las palabras de un ídolo, ni siguiera el sentido común.

Al empezar los lentos, único motivo por el que habían ido los varones, Facundo hizo un paneo general y no dudó en avanzar con la que tenía menos ropa. “Cuanto más piel más puta”, también le había dicho su hermano. Estaba claro que eligiéndola a Francisca iba a quedar re canchero frente a sus amigos. Tanto se entusiasmó con la idea, que mientras bailaba con ella imaginaba que sus amigos adelantaban un poco el disco de Queen, le ponían We are the champion y le pedían consejos para levantarse chicas.

En cambio Francisca estaba en otra órbita. Algo le decía que las cosas no estaban marchando bien. Sentía que la chomba que usaba como vestido se le encogía a medida que pasaban las horas y que estaba en medio de una situación que no podía manejar del todo. Para peor, Facundo apretaba y apretaba, sin ningún límite más que la materia en sí. Eran los únicos en la pista. Mariana hervía de furia, hablaba sola sin darse cuenta, en un tono que para su suerte la música llegaba a tapar.

—¡Para qué mierda la invité! Encima lo convenzo a Facu para que confiese… ¡Ah, no! Y seguro que ahora me eligen de madrina de sus hijos.

Lo único que pensaba Francisca era que su cuerpo no estuviera en contacto con el de nadie. La pubertad le había moldeado la figura, pero su mente todavía no había alcanzado la misma madurez. Juntó coraje e intentó separarse y terminar con el lento. Pero Facundo no estaba dispuesto a perder protagonismo y el forcejeo empeoró, a tal punto que, gracias a un pie intencional, terminaron en el suelo.

Los gritos llegaron hasta el living, donde acababa de entrar el papá de Francisca que había llegado temprano para charlar de negocios con el dueño de casa. No hubo tiempo ni para servirse un whisky, salió corriendo en dirección a la galería. La imagen era su peor pesadilla, su princesa inmaculada estaba semidesnuda tirada en el piso enredada con un potencial abusador bajo la mirada un montón de mocosos degenerados.

—¿¡Qué le haces a mi hija!!?? ¿¡Dónde está su ropa!!?? ¿¡Qué carajo es todo esto!? —preguntó totalmente exasperado.

Las explicaciones no lo convencían, no concebía la idea de que su hija se hubiera presentado así por voluntad propia. No, era imposible. Más le insistían, más se enfurecía. La única solución era vengar a su hija y con ese propósito fue derecho a Facundo. Un malón de chicas histéricas se le interpuso como si el último hombre del planeta fuera a extinguirse. El chillido generalizado era insoportable. De un momento a otro llegó el silencio, que duró solo un instante y fue interrumpido por una risita macabra que Mariana no pudo, ni quiso, contener.

(Cuento basado en recuerdos de mi infancia en Brasil, publicado en la Antología «Lo que no salió en las fotos»)

Escaleras

 

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La lluvia había atravesado la bolsa de papel madera que le habían dado en el supermercado, también le había arruinado los zapatos de gamuza y desteñido el jean, pero Julia estaba demasiado distraída para darle importancia, si hasta cargaba con media docena de huevos rotos y llevaba empapada la ropa interior prácticamente sin notarlo.Así entró al edificio, como recién salida de una pileta. El portero la miró con desprecio y la persiguió con un trapo de piso hasta donde supuso sería su destino final, el ascensor. Pero perdida en sus pensamientos se desvió por la puerta que daba a la escalera. Necesitaba tiempo, no tenía las ideas claras. La noche prometía ser larga. Lo único que había podido definir después de haber discutido por teléfono mientras salía de la agencia, era que iba crear un buen clima, preparar una rica comida y prender unas velas para darle un toque de romanticismo a la cena. En el fondo sabía que el plan no sería suficiente para calmar los ánimos. A cambio de unos minutos más de tranquilidad ganaría un calambre muscular gracias a los diez pisos que la esperaban.

Al empezar a subir se puso un objetivo antes de llegar al siguiente piso. “Tengo que tener resuelto por lo menos qué es lo que más quiero de esta relación”, se dijo. Escalón tras escalón no podía encontrar la respuesta. Finalmente se topó con la puerta del 2°A y solo tenía en claro que esa noche no quería dormir en el sillón. La idea le parecía patética, se suponía que el matrimonio le garantizaba el sueño en la cama de dos plazas que tanto les había costado comprar. En ese instante de lucidez escuchó cómo algunas gotas salpicaban la loza. Miró para atrás y vio el rastro de agua que había dejado. “Debo estar impresentable”, pensó. Otra vez se había abstraído de la realidad por una discusión. Aun así, trató de no castigarse. Sostuvo con más fuerza la bolsa del supermercado, que también chorreaba, y se acomodó la cartera al hombro, como si eso le devolviera algo de dignidad.

Mientras seguía escaleras arriba trató de enfocarse en lo que sí podía controlar. Hizo un recuento de los ingredientes que había comprado y se estremeció al recordar las velas. Un tropiezo con la mesa podría provocar un incendio. No era exagerada, ya había pasado algo similar. Pero Julia se negaba a dejar la mesa vacía de decoración. Las flores del jarrón de la puerta de la vecina del tercero le dieron la respuesta: al pasar por ahí las manoteó con disimulo y las metió en su cartera. Eran las que le gustaban a él, artificiales. Fabián era alérgico a todo cuanto emanaba vida. “Eso me lo tendría que haber advertido”, se reprochó. Por el bien de la pareja, Julia había tenido que abandonar a su gata, también su risa fuerte y vivaz.

El ruido de una puerta que se abría la obligó a avanzar de a dos escalones por vez. Rápidamente llegó al quinto. Temía que la descubrieran con las flores de su vecina pero más la aterraba lo próximo que sería capaz de hacer para complacer a Fabián. Agitada por la carrera, decidió sentarse y masajearse las piernas. De paso aprovechó para sacarse los zapatos, le resultaban ruidosos y molestos. Los vio tan arruinados que los dejó en el descanso entre el quinto y el sexto piso. Siguió subiendo en medias, arrepentida de no haber abandonando antes el calzado. De pronto ese acto de rebeldía la hizo sentirse libre, siguió subiendo contenta, simplemente por haber encontrado una sensación de juventud que había dado por perdida. En el séptimo se sorprendió por las carcajadas adolescentes de la vecina más anciana del edificio. Las risas eran varias, no estaba sola. Julia se empezó a tentar a pesar de no conocer el motivo que divertía al grupo de jubilados. Sin embargo, se angustió al darse cuenta de que con 40 años menos su vida era bastante más difícil de lo que debería ser. Ese sentimiento la golpeó. Tuvo que volver a sentarse al borde de la escalera. Necesitaba escuchar muchas carcajadas, tantas como fueran posibles. Qué buena idea, se sintió feliz, partícipe. La experiencia la llevó a épocas en las que tenía amigos. Hizo cálculos: hacía dos años que había dejado de ver al último.

En pocos minutos de disfrute, algo se había despertado. La lista mental de lo que quería solo tenía un ítem: “no terminar durmiendo en el sillón”. Agregó un segundo: “ponerme en contacto con los chicos”. Sabía que ese iba a ser un problema, era un tema hablado y resuelto. Había tenido que elegir, Fabián o ellos, y Julia había elegido a su marido, claro. “Ya pasó el tiempo, ahora somos adultos, será cuestión de negociarlo”, pensó. Estaba confiada de que ese podría ser el primer paso para recuperar algo de su vida pre-Fabián, como llamaba a su soltería. Envalentonada por una nueva confianza en sí misma siguió avanzando. Tomó impulso para llegar lo antes posible a su departamento, no quería perder esa determinación. Sin embargo, al subir los últimos escalones la ansiedad y el cansancio la hicieron tropezar y rodó escalera abajo.Su piel blanca y pálida, en parte porque a él no le gustaba que tomara sol, se empezó a tornar colorida. Julia, ya sin cartera ni bolsa y tirada en el piso luchó contra la ropa mojada, se miró los codos y las rodillas, además de las manchas azules que le dejó el jean desteñido, estaba llena de moretones. Esta vez se había caído de verdad. Se puso de pie, se acomodó la ropa y bajó algunos escalones hasta donde estaban desparramadas las compras. Levantó algunos productos al azar, estaban enchastrados con yemas de huevo. Los metió igual dentro de la cartera y con una mano la agarró y la apretujó contra su pecho mientas que con la otra sostuvo las llaves, a cierta distancia. Sentía una repentina aversión. Puso la mente en blanco y subió los escalones que hacía poco la habían hecho caer. Al llegar a su departamento respiró hondo y abrió la puerta. Se encontró de frente con el espejo del hall. No le gustó lo que vio. Aunque estaba acostumbrada a la cicatriz del lado derecho de su cara por lo que había sido una quemadura de tercer grado, esta vez se veía distinta.

—¿Llegaste? ¡Al fin se dignó a aparecer la señorita! —se escuchó desde el fondo del departamento.

Julia todavía sostenía la cartera, de donde asomaban las flores de plástico y parte de lo que alguna vez habían sido las compras para la cena. Tomó nuevamente aire, mucho aire, y cerró los ojos. La puerta de entrada seguía abierta. Ella estaba parada, inmóvil, pensativa.

—¿Vas a jugar a la mudita otra vez? Más te vale que tengas preparada una explicación creíble.

Apoyó la cartera en el suelo con suma delicadeza. Trató de identificar su billetera. Al encontrarla la guardó con dificultad en el bolsillo del jean. Se miró al espejo, se acomodó el pelo mojado y tocó con suavidad la cicatriz, esta vez no tuvo ganas de taparla. Todavía estaba descalza, pero eso era lo de menos. Sin zapatos sus pasos no se iban a escuchar al salir.

(Este cuento forma parte de la Antología «No es más que un pulpo», La descarga del e-book es gratuita en https://www.dropbox.com/sh/12cei76n4coar0s/-dxrh37Aw9)

Bendita maldición

Una tarde noche iba caminando al trote por una calle sin rumbo bajo sombras luminosas. Buscaba un tarot científico cuando una mujer de hermosa fealdad me sorprendió de forma esperada. Se me acercó de lejos y con una tensa calma largó una catarsis contenida que me dejó con la voz muda. Pedía un remedio barato, pero necesitaba dinero gratis, aunque esto se le escapó como mentira verdadera. Por un momento tuve la especulación certera de que todo era una farsa, una escena invisible de un fraude real. “Vamos acá, te lo compro yo”, contesté. Mi naturaleza artificial es ser una soñadora pesimista, igual preferí creer con vista ciega. Ella hizo una fiesta silenciosa y yo me sentí como una tumba viva, ciertamente me había equivocado. Fue una caminata estática hasta el semáforo. Esperamos que la luz oscura cambiara, pero antes de que llegara a verde, me miró con actitud involuntaria y gritó en tono bajo: “¡Que Dios te maldiga!”. Así se fue, dejándome con capacidad nula para confiar en lo sospechoso.

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La ausencia de Prudencia

La abuela había sido la primera en darse cuenta de que ella no estaba en la pile. Le pregunté cómo se había dado cuenta si no tenía los anteojos, si no los tiene puestos confunde a todos los nietos. Me dijo que Pru, como es la más grande, es la más alta. La abuela siempre tiene una explicación para todo. La segunda fue mi tía Ana, la mamá de Pru, que hasta dejó de pelear con el nuevo novio para buscarla. No sé para qué lo invitó al campo si se la pasan enojados.

Como no estaba por ningún lado, también empezaron otros grandes a gritar: “Pru, Pru, Pruuuuu”. Parecían tontos, menos la tía Ana que le decía “hija hija”, y como tiene la voz parecida a las de las otras mamás, salieron las chicas de la pileta gritando “¡qué qué!”.

Yo ni me había metido todavía porque no me podía poner las patas de rana que me habían traído los Reyes de Miami. Y con tanto griterío tampoco me podía concentrar. Cuando tenga 9 como Pru seguro que puedo.

Al final ella estaba en el baño, en el de cerca de la pile, encerrada. La tía Ana y la abuela gritaron un rato largo, pedían que llamen a los bomberos. Pero en el campo no hay bomberos, y tampoco se estaba incendiando nada. Igual algo andaba mal seguro porque hasta los papás dejaron el truco y vinieron a ver qué pasaba. Al final Pru se había encerrado sola, entonces ellos se fueron. Dijeron que eran “giladas de minitas”.

Solo se quedaron la tía Ana y la abuela tratando de convencer a Pru de que saliera. Mamá y las otras señoras grandes volvieron a las reposeras y los chicos siguieron jugando al indio, pero yo prefería saber qué pasaba con Pru. Es que después de hincharme tanto en el desayuno con que  fuéramos a jugar a la rana René y a la Sirenita, me parecía raro que no viniera. Además el cielo estaba re lindo, había llovido como cuatro días y solo hoy podíamos meternos porque con la lluvia del acaloramiento global nunca se sabe cuando para, eso lo dijo el señor del noticiero, y si lo dicen en la tele es porque es así.

La tía Ana empezó a hablar muy cerquita de la puerta. Quería saber si Pru sabía cómo mover la manija, si podía contarle por qué no quería salir, si le había pasado algo, si se había enojado… No sé si le contestó, creo que no, eran muchas respuestas. Yo estaba sentado en la reposera de mamá, en el borde para que no me dijera como siempre: “Querido, me tapás el sol”. Y de repente apareció el novio de la tía Ana y empezaron a pelear de nuevo y la tía se fue atrás de él gritándole unas malas palabras muy largas.

Ahí fue el turno de la abuela. Ella no preguntaba, le prometía cosas. Empezó con caramelos y después alfajores ¡y hasta toglerones! esos chocolates triángulos de los aeropuertos. No sé de dónde los iba a sacar porque estábamos re lejos de los aviones, pero si se lo daba yo también me iba a encerrar al baño, obvio.

A Pru no le interesó nada de eso. Seguía diciendo que no quería salir. Pero la abuela estaba convencida de que podía encontrar algo rico en la cocina y se fue para allá. Al final nadie más le hablaba, entonces fui yo. Total tenía las patas de la Rana René, con eso la convencía seguro. Le dije que la estaba esperando para jugar, que el día estaba muy lindo. Y me sentí bien porque a mí sí me hablaba. Me contó que le dolía la panza. Le dije que como estaba en el baño que fuera al baño, bueno al inodoro.

-Vos no entendés, todavía no tenés 10.

-¡Vos tampoco!

-Bueno pero casi. Además no sos mujer.

-¿Y qué? La abuela y tu mamá son grandes y son mujeres y tampoco le dijiste nada.

-Bueno pero con ellas no quiero hablar.

Yo ya no entendía nada. Encima vi que había una nube enorme que venía para la pile. Le dije “viene una nube enorme para la pile”. Y como no me respondía nada me cansé. Le dije “mirá que me voy” y ahí me lo contó.

-Ya te dije, es la panza. Pero acercate a la cerradura que te cuento bien.

Y me lo dijo todo. Yo no se lo creí. No podía ser. Era muy asqueroso. Entonces me dijo que tenía pruebas y me preguntó si quería verlas. Le dije que sí. Pru me abrió la puerta y entré. Justo estábamos por cerrarla y la abuela apareció. Se armó un escándalo terrible, un escándalo extraño, porque algunas mujeres estaban re contentas y otras como impresionadas.

Nunca vi lo que Pru me iba a mostrar, igual tampoco estaba muy seguro de querer verlo. Tenían razón los papás, eran “giladas de minitas”.

Depravada tv

Ya era siete y todavía no le habían depositado el sueldo. En 48hs iba a sonar el teléfono por el pago de alquiler y en 72hs iba a sonar el timbre. Quedaban tres latas de arvejas, dos de paté y media naranja en la heladera. Lo que faltaba en la cocina sobraba en el placard. Pero bastante la deprimía lo insatisfecha que estaba con su vida como para reprocharse su debilidad por las compras. Así que optó por la mejor salida: caminar cinco cuadras hasta lo de su mamá, que por la hora estaría en el gimnasio, y llevarse en un tupper lo primero que encontrara para la cena. Después del saqueo, que fue más provechoso de lo que esperaba, emprendió la retirada y, aunque intentó evitarlo, volvió a pensar en que a los treinta y dos años ya debería tener resueltos varios mandatos sociales, y la bolsa del súper donde llevaba el motín era una prueba bastante contundente que solía obviar.
Un jogging amplio y negro, un buzo de un ex novio, el revuelto gramajo recalentado y su televisor de 47 pulgadas fueron los componentes de la velada. Para cuando terminó la novela de las diez empezó a hacer zapping, sin mucho interés, todavía se estaba preguntando cómo sería acostarse con Gonzalo Heredia, o con alguien, ya no era cuestión de gustos sino más bien de impedir recobrar su virginidad. En ese momento se dio cuenta de que, botón tras botón, había llegado hasta Cosmopolitan, donde gritaba una rubia que, a juzgar por la imagen, estaba gozando con lo que podría ser un caballo. Prefirió no sacarse la duda. Era demasiada acción para verlo con lo que quedaba del revuelto de papas frío en la boca.
Decidió cambiar. Otros seis meses sin sexo, pronosticó en silencio. Siguió avanzando canales y ya por la segunda vuelta pasó rápido al acercarse a Cosmopolitan, todavía quería comer el pedazo de rogel que había robado. Se detuvo en dibujos animados, necesitaba olvidarse de la zoofilia. Pero “Mi pequeño pony” no era una buena alternativa. Así llegó hasta un canal religioso, terreno en el que se creía a salvo, donde una monja alimentaba a unos huérfanos con una pasta verde que tenía muy poco aspecto a comida. Los chicos se veían tan contentos que ella no pudo sacarle los ojos a su rogel y una nueva culpa la empezó a acosar.
Sonó el teléfono y por la hora no podía ser el reclamo por el alquiler. Levantó el tubo y antes de decir hola escuchó: “¡Me podés decir porqué volviste a llevarte la comida para tu padre! ¡Siempre lo mismo con vos che!”. Le lloró un poco, le describió el estado de su heladera, aunque no de su placard, y para cuando pensaba en sacar el tema de que no le habían pagado el sueldo escuchó una inmediata disculpa bastante acongojada.
Antes de volver a perderse en la televisión tuvo que reconocer que manipular con el hambre a su madre treinta años más tarde desde la última vez que lloró por leche no la hacía sentirse muy bien. Eso le hizo recordar que al menos querría tener cuatro hijos y que sin un hombre, o plata para una inseminación, iba a ser difícil llevarlo a cabo. Cuando despertó del letargo en el que la hundió su reloj biológico, la publicidad sobre el próximo reality de mujeres que alquilaban el vientre la tentó durante unos segundos: dos problemas resueltos, un sueldo y un embarazo. Bastante tarde cayó en la cuenta de que tendría que entregar al bebé después del parto. Igualmente con la plata del embarazo podría inseminarse. Ojo eh, pensó.
Insistió con el zapping un tiempo más, pero “las técnicas de la atracción, use sus pensamientos para el bien” que predicaba un gurú de larga barba gris envuelto en una sábana la asustó, su mente era un dispenser de malas vibras según una nueva versión del Maharishi de los sesenta.
Hizo bien en apagar el televisor, se pasó la noche soñando que comía un puré verde que la embarazaba de un lindo potrillo que, con mucho interés, Gonzalo Heredia se ofrecía a comprar.

Alquiler de perros, más preguntas que respuestas

Hoy me encontré con esto: el alquiler de perros. No sé si es porque estoy acostumbrada a cuestionar todo lo que veo, vicio de periodista, pero no hago más que dar vueltas sobre el asunto.

Traté de buscar las respuestas en internet, pero no hay suficientes. En líneas generales, es un  servicio común en Japón, por el “alto índice de sentimiento de soledad” (sic),  que se extendió a Corea del Sur, Estados Unidos e Inglaterra. La gente los pasea (supongo que para eso los quieren) y el precio es de unos 10 dólares por hora, también existen combos mensuales y anuales. Además, el animal sale no más de dos veces por día, para que no se estrese. Al cliente le entregan un instructivo, una correa, papel higiénico y una bolsa plástica.

A seguir, extiendo el cuestionario que me está persiguiendo desde el mediodía.

-¿Alquilan cachorritos?

-¿Qué raza piden más?¿Hay un catálogo con la descripción de cada uno?

-¿Eligen a los más feos? ¿Los eligen si ya no queda ninguno considerado lindo?

-¿Ofrecen perros de la calle? Los raza perro. De ser así, ¿los eligen?

-¿Cómo hace la gente para alquilar un perro como si fuese una bicicleta o una sombrilla? ¿Son conscientes de que se puede generar un vínculo? ¿Se quejan si no está el perro que pasearon la última vez?

-¿Qué porcentaje se encariña con el animal? ¿Se los pueden quedar? ¿Y si varias familias quieren al mismo? ¿Las ubican en fila frente al perro y él elige acerándose a ellos?

-¿Revisan a los perros al recibirlos? Para ver si tienen todos los dientes, por ejemplo ¿Vuelven con rasguños, pulgas, garrapatas, con el pelo enmarañado? ¿Y si vuelven rengueando? ¿Con una oreja menos? ¡¿Sin cola?!

-¿Cómo saben que el que lo alquila no es un zoofílico?

-¿Muerden? ¿Y si se cruza con otro perro? ¿Y si otro perro quiere montarse a la hembra que pasean? Y si el que pasean se quieren montar a otro… ¿lo dejan? (¿Miran?)

Mejor lo cierro acá. Me acordé de mi perra Bianca, que al principio se negaba a consumar el acto sexual y que después le gustó tanto «el dulce» (como dice mi madre) que la atendieron por el canal tradicional y por ambas orejas, todos al mismo tiempo. De hecho, pensándolo bien, la única respuesta que  tengo es que los perros en alquiler están castrados, sin duda.

No sos la de antes

Vos lo conociste una noche en un bar, usabas una mini que lo volvió loco.

Él se obsesionó, te invitó a salir.

Vos no estabas muy interesada. Ya habías despachado a otros dos candidatos.

Él insistió: “Sos la mujer más sexy del lugar”.

Vos lo miraste de reojo. Para sus treinta y pico no tenía panza cervecera ni entradas prominentes. Podías intentarlo.

Él te llamó al día siguiente. Te pusiste un vestido largo  y fueron al restaurante de moda. Dijo que parecías una reina y prometió tratarte como tal.

Vos empezaste a escucharlo. Él sabía lo que quería para su vida, y eras parte de esa lista.

Él te invitó al cine, a caminar, a salir de viaje por el fin de semana.

Vos le dijiste a todo que sí.

Él te presentó a sus amigos, con el orgullo de quien muestra un objeto preciado.

Vos te enamoraste y le propusiste convivir.

Él mudó sus cosas a tu departamento.

Vos aprendiste a preparar sus comidas preferidas.

Él intentó no dejar la ropa tirada.

Vos te encargaste de cuidar tu figura.

Él ganó algunos kilos.

Vos quisiste mantener “tu look”.

Él dijo ¿por qué tanto arreglo para ir a la oficina?

Vos llevaste en el cuerpo a dos bebés.

Él te acompañó como pudo.

Vos quisiste volver a ser la de antes, perder algunos kilos, volver a la ropa pre-embarazo.

Él dijo que ya eras una madre, que deberías ser más recatada.

Vos le dijiste “sí, puede ser”.

Él dijo “claro que tengo razón”.

Vos trataste de evitar la rutina.

Él no se dio cuenta de que vivían en la rutina.

Vos empezaste a ir al gimnasio.

Él te dijo que hacías bien. “Es bueno el ejercicio. Yo empiezo golf los fines de semana”.

Vos percibías problemas de pareja y propusiste una salida de adultos, “como la de los viejos tiempos”.

Él aceptó pero te pidió que no te vistieras como una pendeja.

Vos no escuchaste el comentario porque estabas muy contenta de volver a salir.

Él agregó que no deberías pintarte los labios. “Se te notan más las arrugas”.

Vos te miraste al espejo y te deprimiste un poco.

Él tenía cada vez más pelo en las orejas y en la nariz, pero sobre eso no se habló.

Vos seguiste cuidando de los chicos, que en definitiva, eran lo más importante.

Él siguió mirando cómo vos cuidabas de los chicos.

Vos te conformaste con no enterarte de que te engañaba.

Él estaba seguro de que vos no lo engañabas.

Vos cumpliste años, los fuiste sumando junto a los pozos de la celulitis, resignada.

Él cumplió años y restó hándicap, orgulloso.

Vos le pediste que te escuchara más.

Él te contestó que más era imposible.

Hasta que un día volvió del trabajo y te lo confesó: “Espero que no lo tomes a mal, pero no sos más la de antes (…) Cuando te conocí eras otra (…) Y hace un tiempo que apareció (…) Es que ya no sos la misma, esa mina despampanante de la que me enamoré esa noche (…) Y no creo que sea justo para mí (…) Sí es más joven ¿pero eso qué tiene que ver? (…) Podrías haberte ocupado un poco más de vos (…) Entonces esto no hubiera pasado (…) Si fuera al revés yo lo entendería (…)

Y lo dejaste ir, sin mucho escándalo, como siempre, con la certeza de que a la otra, en un par de años, la iba a cambiar igual que a vos.